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DEFENSA PROPIA

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SE SENTÍA PODEROSO, UN DIOS . La tenía donde quería tenerla, inmersa en el terror.  Pensaba paladear ese momento, alargarlo lo más posible, disfrutarlo como se merecía. Porque se lo había merecido. Su trabajo le había costado hacerle ver a esa puta quién mandaba, y ahora que la tenía encadenada al miedo constante, sin concesiones, asestaría el golpe maestro. Conocía al dedillo cada uno de sus movimientos, así que sabía que en poco menos de diez minutos saldría por la puerta. Entonces rodearía su cuello con el sisal que llevaba preparado y la metería por la fuerza en casa. Allí podría trabajársela cómodamente, sin prisas. Notó la tirantez del pantalón en la entrepierna. ¡Maldita sea, ahora no! Trató de pensar en otra cosa, no le convenía empalmarse antes de tiempo. Se recostó contra la pared en la oscuridad del descansillo, su brazo desnudo rozando la jamba. Sintió un escalofrío de placer. Ya faltaba poco. Oyó el tintinear de unas llaves y luego la puerta se entre abrió dejan

CRUCE DE SENDEROS

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Erase una vez un cruce de caminos en un país muy, muy lejano. Cada día esperaba, paciente, a que pasara el viajero que habría de darle razón de ser. Sin embargo, cada día llegaba la noche, pasaba y empezaba una nueva jornada sin que ningún mortal se parase en la encrucijada ni pisase la tierra prensada de sus calzadas, sin que absolutamente nadie se interesase lo más mínimo por los lugares a los que llevaban. El cruce de caminos tenía tres carteles que indicaban hacia dónde iba cada uno de ellos. En el primero, el de la izquierda, podía leerse: “Mar de aire.” El segundo, el de en medio, decía: “Luz de nieve.” El tercero, que discurría más a la derecha, sólo tenía un signo grabado en la tabla: “¿”. Nada más. Ni una palabra, ninguna instrucción. Un día, sin embargo, tres figuras llegaron a la vez al cruce y se pararon indecisas, observándose sorprendidas. Eran tres damas vestidas con largas capas, cuyas capuchas cubrían sus cabezas.              Cada una portaba un libro.

EL CAZADOR

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Era la primera cacería de Kibo, el león más joven de la manada. Otros cuatro leones, tan inexpertos como él, acechaban a una cría de impala que se había quedado rezagada. Kibo caminaba sigiloso, rodeando al animal indefenso. Le habría gustado rugir, pero sabía que si lo hacía espantaría a su presa. Atardecía en las praderas de Okavanga y el suave viento se llevaba lejos el olor de los leones. El pequeño impala no sospechaba que estaba a punto de morir, de ser cazado. Kibo comenzó a correr. El impala notó el movimiento y levantó el hocico olisqueando el aire. Demasiado tarde, las garras de Kibo se clavaron en el muslo trasero del animal. La cría chilló llamando a su madre. Los demás leones se lanzaron sobre las patas, mordiendo y arañando la carne. Kibo dio un potente y elegante salto, se subió a lomos de la cría y hundió los colmillos en el cuello. El animalillo cayó herido de muerte y Kibo volvió al suelo. Rugió. Se acercó a su presa. Su primera presa. La había abatid