BIBLIOTECA INFANTIL
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LA MUÑECA DE CARTÓN
Amaranta es una muñeca preciosa, con su melena oscura recogida en dos coletas que le caen por delante, sus ojos color chocolate grandes y brillantes, su pequeña boca y su sonrisa roja, su vestido blanco y salmón con ese lazo azul adornando su cintura... y sus diminutos pies, tan maravillosos con esas sandalitas blancas....
Sí, Amaranta es una muñeca de cartón verdaderamente hermosa.
No es de extrañar que esté en su caja original. Los niños y niñas de la familia no se atreven a jugar con ella por miedo a estropearla. Solamente Nia, la más pequeña de las cinco hermanas, la saca de vez en cuando. Pero nada más la sienta en una sillita y le sirve una tacita de té.
Por todo eso, Amaranta es infeliz. Se siente muy desdichada. Añora la libertad sin haberla conocido nunca. Vive en una casa en la que todo es cuadriculado, todo está alineado. Las chicas juegan con muñecas, los chicos juegan con pistolas y soldados. Precisamente a uno de los soldados de plomo del hermano de Nia, le ha dado por montar guardia delante de la caja de Amaranta. Llega con su moto en cuanto despunta el sol y ahí se queda hasta bien entrada la noche. Y cuando Nia la lleva a la mesita de té y la sienta frente a su taza, el soldado de plomo ya está allí.
—Buenas tardes, señorita. Mi nombre es Edrick. Y usted se llama... —le dijo el soldado a Amaranta la primera vez que la vio fuera de su caja.
—No le voy a decir mi nombre, ni siquiera le conozco —contestó ella.
—¿Cómo que no me conoce, si acabo de presentarme? —la increpó él con tono arisco.
—Que sepa su nombre no quiere decir que le conozca —insistió Amaranta.
Lo cual no desalentó a Edrick para nada.
El soldado de plomo, desde esa primera vez, no ha dejado de solicitarle cada día que sea su novia. Amaranta, por su parte, siempre le contesta que no.
Tanta negativa está consiguiendo que Edrick esté empezando a perder la paciencia. Así que, una de esas mañanas que llega con su moto, le da un ultimátum:
—Amaranta, o te casas conmigo o hago una locura.
—¿Una locura? ¿Qué locura? —pregunta asustada Amaranta.
—Te echaré encima una jarra de agua.
—¿Una jarra de agua?
Amaranta no entiende. ¿Qué peligro tiene que la empapen de agua? ¿Qué coja un catarro acaso? Cruza los brazos y arruga el entrecejo, señal de que está enfadada.
—¡Escúcheme señor soldado de plomo! No voy a ser su novia nunca jamás de los jamases.
A Edrick empieza a temblarle la barbilla, se le abren mucho los ojos, la respiración se le hace más fuerte. Parece un toro enfurecido. Se sube en su moto, arranca y se va.
—¡Uf! ¡Qué pelma! —exclama Amaranta pensando que se lo ha quitado de encima.
Está equivocada, porque al poco, Edrick regresa, pero esta vez conduciendo un camión de bomberos. Se baja de un salto, coge la manguera y la enchufa contra Amaranta. El chorro sale con tanta fuerza que la tira al suelo. Su cara pierde poco a poco los colores, su forma de óvalo perfecto se redondea. Debajo del vestido, el cartón de su cuerpo se deshace. Toda ella se convierte en una bola de cartón y tela que es arrastrada por el agua hasta salir por la puerta, que está abierta en ese momento. Rueda hasta que una pared frena su viaje.
Durante varios días el sol seca la bola en que se ha convertido Amaranta, endureciendo el cartón. Es así como la encuentra Basoa, una niña a la que le gusta jugar en el frontón.
—¡Vaya! ¡Qué pasada! ¡Me encantas! —exclama —aunque...
Saca de su bolsillo un revoltijo de cosas. Entre ellas hay un montón de gomas de colores. Primero enrolla una, luego otra; así hasta que acaba enrollando todas alrededor de la esfera. Luego la lanza contra la pared. La bola bota y rebota a la perfección.
—Bueno, pues ya tengo pelota —dice Basoa hinchando el pecho de satisfacción.
El corazón de cartón de Amaranta palpita feliz debajo de las capas de gomas. No más ser una muñeca de adorno. No más aguantar a soldaditos de plomo. No más tés aburridos. No más vivir encerrada en una caja.
Por primera vez, Amaranta se siente viva. Y libre.
Noviembre 2019
Edurne Maiona
Amaranta es una muñeca preciosa, con su melena oscura recogida en dos coletas que le caen por delante, sus ojos color chocolate grandes y brillantes, su pequeña boca y su sonrisa roja, su vestido blanco y salmón con ese lazo azul adornando su cintura... y sus diminutos pies, tan maravillosos con esas sandalitas blancas....
Sí, Amaranta es una muñeca de cartón verdaderamente hermosa.
No es de extrañar que esté en su caja original. Los niños y niñas de la familia no se atreven a jugar con ella por miedo a estropearla. Solamente Nia, la más pequeña de las cinco hermanas, la saca de vez en cuando. Pero nada más la sienta en una sillita y le sirve una tacita de té.
Por todo eso, Amaranta es infeliz. Se siente muy desdichada. Añora la libertad sin haberla conocido nunca. Vive en una casa en la que todo es cuadriculado, todo está alineado. Las chicas juegan con muñecas, los chicos juegan con pistolas y soldados. Precisamente a uno de los soldados de plomo del hermano de Nia, le ha dado por montar guardia delante de la caja de Amaranta. Llega con su moto en cuanto despunta el sol y ahí se queda hasta bien entrada la noche. Y cuando Nia la lleva a la mesita de té y la sienta frente a su taza, el soldado de plomo ya está allí.
—Buenas tardes, señorita. Mi nombre es Edrick. Y usted se llama... —le dijo el soldado a Amaranta la primera vez que la vio fuera de su caja.
—No le voy a decir mi nombre, ni siquiera le conozco —contestó ella.
—¿Cómo que no me conoce, si acabo de presentarme? —la increpó él con tono arisco.
—Que sepa su nombre no quiere decir que le conozca —insistió Amaranta.
Lo cual no desalentó a Edrick para nada.
El soldado de plomo, desde esa primera vez, no ha dejado de solicitarle cada día que sea su novia. Amaranta, por su parte, siempre le contesta que no.
Tanta negativa está consiguiendo que Edrick esté empezando a perder la paciencia. Así que, una de esas mañanas que llega con su moto, le da un ultimátum:
—Amaranta, o te casas conmigo o hago una locura.
—¿Una locura? ¿Qué locura? —pregunta asustada Amaranta.
—Te echaré encima una jarra de agua.
—¿Una jarra de agua?
Amaranta no entiende. ¿Qué peligro tiene que la empapen de agua? ¿Qué coja un catarro acaso? Cruza los brazos y arruga el entrecejo, señal de que está enfadada.
—¡Escúcheme señor soldado de plomo! No voy a ser su novia nunca jamás de los jamases.
A Edrick empieza a temblarle la barbilla, se le abren mucho los ojos, la respiración se le hace más fuerte. Parece un toro enfurecido. Se sube en su moto, arranca y se va.
—¡Uf! ¡Qué pelma! —exclama Amaranta pensando que se lo ha quitado de encima.
Está equivocada, porque al poco, Edrick regresa, pero esta vez conduciendo un camión de bomberos. Se baja de un salto, coge la manguera y la enchufa contra Amaranta. El chorro sale con tanta fuerza que la tira al suelo. Su cara pierde poco a poco los colores, su forma de óvalo perfecto se redondea. Debajo del vestido, el cartón de su cuerpo se deshace. Toda ella se convierte en una bola de cartón y tela que es arrastrada por el agua hasta salir por la puerta, que está abierta en ese momento. Rueda hasta que una pared frena su viaje.
Durante varios días el sol seca la bola en que se ha convertido Amaranta, endureciendo el cartón. Es así como la encuentra Basoa, una niña a la que le gusta jugar en el frontón.
—¡Vaya! ¡Qué pasada! ¡Me encantas! —exclama —aunque...
Saca de su bolsillo un revoltijo de cosas. Entre ellas hay un montón de gomas de colores. Primero enrolla una, luego otra; así hasta que acaba enrollando todas alrededor de la esfera. Luego la lanza contra la pared. La bola bota y rebota a la perfección.
—Bueno, pues ya tengo pelota —dice Basoa hinchando el pecho de satisfacción.
El corazón de cartón de Amaranta palpita feliz debajo de las capas de gomas. No más ser una muñeca de adorno. No más aguantar a soldaditos de plomo. No más tés aburridos. No más vivir encerrada en una caja.
Por primera vez, Amaranta se siente viva. Y libre.
Noviembre 2019
Edurne Maiona
❂❂❂
Charla
Toc, toc, toc
llamó en el árbol
el pájaro carpintero.
Clinc, clinc, clinc
contestó el aguacero.
Potocloc, potocloc
y hiii, hiii, hiii
dijo el caballo.
Uh, uh, uh,
respondió el viento
(ululando).
Marigorri rozó con sus colores
el pétalo a las flores
y los rayos de mil soles
llenaron el día de dulzores.
Edurne Maiona
❂❂❂
Los
colores del Arco Iris
El
Arco Iris se estaba borrando en Han, el mundo de arriba, el que pertenece a los
antepasados y los dioses. Ya faltaban dos colores, el Blanco, regidor de la
ciencia, y el Amarillo, de la energía y la fuerza.
Opakay,
sabio de Neol, el mundo visible, miraba hacia el cielo muy preocupado; el
Violeta, expresión de la armonía comunitaria, estaba difuminándose delante de
sus ojos. Sentía que se le acababa el tiempo, que debía actuar ya. Temía por su
querida y hermosa tierra de fértiles valles e imponentes montañas; los valores de sus nobles habitantes estaban
íntimamente ligados a los siete colores que se extinguían y su fin podía ser
inminente.
Se
dirigió rápidamente al Ayllu, el círculo purificador reservado a los Venerables
y a los iniciados, y entró. En el centro, una figura menuda de tez pálida y
larga melena rojiza esperaba sentada con las piernas cruzadas y la cabeza baja;
era casi una niña. Opakay murmuró un breve cántico con voz monocorde, vertió un
líquido en una taza dorada y la dejó frente a ella. Al cabo de un rato, dijo:
─Ha
llegado el momento, Quillama.
Ella
miró al Venerable con sus ojos violetas, levantó el cuenco y bebió todo el
brebaje.
Parecía
dormir, la barbilla apoyada sobre el pecho y los brazos cayendo laxos a los
lados; pero poco a poco sus rasgos cambiaron transformándose en los de un
cóndor que desplegó las alas y elevó el vuelo.
Los
neolís admiraron en silencio la majestuosa figura que surcaba el cielo, la
observaron con profundo respeto durante un rato, hasta que de pronto,
desapareció.
El
cóndor había traspasado la fina línea que separa lo material de lo etéreo,
sobre él se extendía un espacio de oscuridad casi total; era el reino de
Apopai, señor de la no muerte, condenado a vagar eternamente entre los dos
mundos sin poder entrar en ninguno. Egon, creador de todo el universo, le había
expulsado de Han por haber querido usurpar su trono.
La
presencia de un intruso del mundo visible le fue revelada al amo de las sombras
y, contrariado, envió al huracán y a la cellisca para que acabaran con él. Quillama sentía el
dolor en el cuerpo del cóndor, notaba las gotas de agua, cortantes como
afiladas cuchillas, las plumas arrancadas por el fuerte viento. Por un momento
creyó que no tendría fuerzas para seguir, pensó que tal vez fuese mejor dejar
de luchar; pero recordó que su gente y su mundo dependían de ella y arremetió
contra la cortina de agua, la traspasó y penetró en la oscuridad, donde no
había ni viento ni lluvia. El malvado señor montó en cólera al ver que sus
elementos eran burlados, salió del interior de la oscuridad absoluta, donde
moraba, dispuesto a destruir él mismo al extraño ser que se atrevía a
desafiarle. Una sombra más densa y negra que las tinieblas de las que surgió,
se perfiló frente a Quillama. Ante su presencia, el aire helado rugió de nuevo
con más fuerza.
─¿Quién
eres tú? ─Preguntó con su voz de trueno.
─Soy
Quillama, portadora del tornasol, y he de pasar la negrura para llegar al
nacimiento del Arco Iris, en la cascada de Ostur.
─Nunca
pasarás al otro lado ─. Bramó Apopai.
Un
potentísimo rayo atravesó el cielo directamente hacia Quillama, pero ésta estaba protegida por el
espíritu del Gran Cóndor. El rayo, al rozar al pájaro, se descompuso en
finísimos haces de luz que, al momento, se fundieron en una gran bola luminosa.
Apopai retrocedió ante el fulgor, Quillama aprovechó la debilidad de su enemigo
y se coló por la brecha abierta en el reino oscuro, perdiéndose de vista.
El
grito lleno de ira de Apopai se escuchó en los tres mundos; no podía entrar en
el círculo luminiscente, la entrometida se le había escapado.
La
cascada de Ostur estaba en un gran valle de nimbos blancos, nadie podía decir
dónde exactamente pues cambiaba de sitio según el humor de Nowet, su eterno
guardián. Como era un ente inquieto, llevaba la cascada y los brotes de Arco
Iris de aquí para allá, sin dejarlos nunca en un lugar concreto. Sólo el
espíritu del Gran Cóndor que vivía dentro de Quillama era conocedor de cada
lugar en cada momento, y fue él quien la guió.
El
paisaje que encontró al otro lado era espléndido, los rayos del dios Lem
inundaban el lecho de nubes creando un calidoscopio de contrastes.
A
Quillama le dio un vuelco el corazón al llegar a la cascada, los pocos colores
que aún quedaban estaban tan desdibujados que apenas se distinguían entre la
bruma que formaban las gotitas de suave pigmentación. Sólo ella, la de iris
violáceos, podía devolver al Arco los siete tonos regidores de la vida, había
nacido con ese único fin, aunque ella lo ignorara. Lo que sí sabía era lo que
debía hacer, (Opakay la había instruido bien) así que abrió las alas e inclinó
la cabeza hacia atrás, su forma animal la abandonó y volvió a ser la delgada y
hermosa joven neolí. Acto seguido se sumergió en la cortina de agua coloreada,
se bañó bajo su chorro olvidándose del tiempo que transcurría. Se entregó, como
estaba escrito, a Lem y a su sino.
Abajo,
en el mundo visible, miles de almas esperaban conteniendo la respiración,
suplicando a los dioses que ayudaran a su enviada. Pero el tiempo pasó y, como
se mide de forma diferente en cada mundo, los neolís debieron volver a sus
quehaceres cotidianos.
Transcurrieron
muchos años sin noticias de Quillama, sin Arco Iris; sin regencia en las artes,
las ciencias, la política y la sociedad, sus pueblos estaban sumidos en el caos
y el desorden, y sus gentes en la degradación moral. Hasta que un día cayó un
aguacero y a la par lució el sol y, junto a ellos los siete colores
descendieron desde el cielo cubriendo todo Neol. Con el Gran Arco Iris, los
neolís recuperaron la paz y el orden natural de las cosas regresó a sus vidas.
Quillama nunca volvió.
Pero
desde ese día un hermoso cóndor acompaña siempre al Arco Iris, y Opakay se
inclina ante su majestuoso vuelo.
Del libro Cuentos de Luz.
Premiado y editado en antología por Editorial Hijos del Hule (Barcelona) en 2010
Edurne Maiona
© Reservados todos los derechos.
Inscrito en el Registro de la Propiedad de Gasteiz.
Prohibido hacer copias, de parte ni de la totalidad del texto,
así como divulgarlo en redes sociales bajo ningún formato.
Bebé
Una mariposa
que era muy
curiosa
quería saber
cuándo ibas a
nacer;
preguntó a la
araña
que tejiendo
estaba
con hilo de seda
su dorada tela;
le pregunta al sol
que mira a la
flor;
mientras que la
luna
cada anochecer
prepara tu cuna.
Del poemario infantil "Princesita Pitiminí".
❂❂❂
EL CAZADOR
Era la primera cacería de Kibo, el león más joven de
la manada. Otros cuatro leones, tan inexpertos como él, acechaban a una cría de
impala que se había quedado rezagada.
Kibo caminaba sigiloso, rodeando al animal indefenso.
Le habría gustado rugir, pero sabía que si lo hacía
espantaría a su presa. Atardecía en las praderas de Okavanga y el suave viento
se llevaba lejos el olor de los leones. El pequeño impala no sospechaba que
estaba a punto de morir, de ser cazado.
Kibo comenzó a correr. El impala notó el movimiento y
levantó el hocico olisqueando el aire. Demasiado tarde, las garras de Kibo se
clavaron en el muslo trasero del animal. La cría chilló llamando a su madre.
Los demás leones se lanzaron sobre las patas, mordiendo y arañando la carne. Kibo
dio un potente y elegante salto, se subió a lomos de la cría y hundió los
colmillos en el cuello. El animalillo cayó herido de muerte y Kibo volvió al
suelo.
Rugió. Se acercó a su presa. Su primera presa. La
había abatido de forma impecable. Una caza sin contratiempos, elegante y
perfecta. Entonces los ojos de Kibo se cruzaron con los del impala. Dentro de
aquélla mirada moribunda vio el cazador una pregunta: “¿Por qué me has matado?”
No había reproche, únicamente perplejidad y el asomo de la agonía. El león
apartó la vista, no podía soportar tanto sufrimiento. En ese momento se
prometió a sí mismo que jamás volvería a ver una mirada semejante. No quería
ser el causante de tanto dolor.
Kibo no volvió a cazar nunca más. En consecuencia, se
volvió vegetariano.
Edurne Maiona
© Registrado.
Reservados todos los derechos.
Inscrito en el Registro de la Propiedad de Gasteiz.Prohibido hacer copias, de parte ni de la totalidad del texto,así como divulgarlo en redes sociales bajo ningún formato.
❂❂❂
El sembrador de estrellas
En
un tiempo lejano, olvidado de la memoria de los hombres, las estrellas se
apagaron por causa de la codicia del Rey Lizar que quiso poseerlas y las
encerró.
Sin un cosmos donde expandirse,
sin aire que alimentara su fuego, sin miradas humanas de admiración y amor, la
tristeza anidó en el ánimo de las estrellas y murieron. Poco a poco, una a una,
fueron apagándose. Con ellas también se extinguió la vida del hijo de Lizar, Adi,
el recién nacido cuyo corazón era una estrella azul.
Con la falta de su pequeño la
existencia de Lizar se quedó vacía. No dormía, no comía, se pasaba las horas en
un llanto mudo y solitario. El dolor le atenazaba el pecho hasta impedirle respirar,
la pena era tan grande que se esparció por cada rincón de su reino y sus
pobladores comenzaron a caminar taciturnos, a vivir con un velo de desesperanza.
Hasta que el rey pasó de la pena
a la rabia y de la rabia a la indiferencia. Toda aquella persona que le conoció
después de la tragedia aseguraba que tenía las entrañas duras como el acero,
que era incapaz de sentir emociones.
—¿Qué ha sido de tus sentimientos?
—le preguntó un día su esposa Ega, dolida ante la frialdad que le demostraba.
—Estoy mejor sin ellos —fue la respuesta.
El tiempo pasó, lento pero inexorable, con la
aflicción siguiéndole como una sombra allá dónde fuese. Un día se fue sumando a
otro hasta transformarse en meses y los meses en años.
Una noche llegó al país un jinete encapuchado.
Atravesó el portón enrejado de la muralla justo antes de que los guardias lo
cerraran. Las gentes le miraban asombradas, pues por dónde pasaba le seguía una
estela de luz que parecía emanar de su propio cuerpo. Subió la empinada cuesta
que llevaba al palacio real y pidió ser recibido por el monarca.
—¿Quién eres? —preguntó Lizar con malos modos
cuando lo tuvo delante.
Ese día su hijo hubiera cumplido nueve años.
El visitante se destapó la cabeza y dejó ver un
rostro de líneas suaves y armoniosas, con una piel de un blanco purísimo de la
cual brotaba un aura refulgente.
—Soy Dirdai, uno de los cien mil rayos de la Diosa
Ilargi —contestó con voz melodiosa.
Al momento, el rey sintió que su desaliento disminuía
y una suave paz comenzaba a calar en su ánimo.
—¿Y qué haces aquí? —preguntó, esta vez más
amablemente.
—Traigo un mensaje de mi Señora. Tu hijo Adi está
con ella.
A Lizar se le escapó un hondo suspiro, casi un
quejido.
—Mi hijo está muerto —respondió apesadumbrado.
—No. Está con Ilargi. Te lo devolverá en su décimo
cumpleaños.
—¡Por el amor de...!
Lizar no pudo seguir hablando. Trastabilló hasta su
trono y a duras penas consiguió sentarse.
—Aunque hay una condición —continuó Dirdai. Esperó
a que el rey se serenase —. Ya que tú eres el responsable de la extinción de
las estrellas, deberás sembrar de nuevo el cielo. Has de comprender que la luna
no puede vivir sola, sin sus hijas. Al igual que tú, que mueres en vida sin la
presencia de tu infante.
El rey estaba atónito. ¡Sembrar estrellas! ¿Cómo
iba a hacer semejante cosa?
—Dispones de un año. Si el cielo no se llena de
luminarias antes del próximo veintiuno de marzo, Adi se quedará para siempre
con mi Señora.
Dirdai, el rayo de luna, se puso la capucha, dio
media vuelta y se dirigió hacia los pesados cortinajes de terciopelo que daban
entrada al gran salón del trono. Antes de salir, volvió la cabeza.
—La cuenta atrás comienza en este instante —dijo.
Y desapareció tras el drapeado de las telas.
Lizar se quedó solo y atormentado. Se quitó la
corona que ceñía su frente y la lanzó lejos. Luego se mesó el pelo con
nerviosismo.
—Es imposible… Imposible… —repetía sin parar.
Fue a los aposentos de su esposa, que languidecía
en su cama desde hacía años y, apoyando la cabeza en su regazo, lloró
amargamente por primera vez desde que desapareciera su amado hijo. Ega, con la
poca fuerza que le quedaba, le acarició el pelo y susurró en un hilo de voz:
—Sé fuerte.
Ya no pudo decir más. La mano que acariciaba la
cabeza de Lizar cayó inerte a un costado y sus ojos se cerraron suavemente.
—Perdóname esposa mía, perdóname —gimió Lizar
apretando las manos de su compañera. Luego le besó los párpados y los labios
con dulzura. El amor que aún sentía por ella renació en su interior
fortaleciendo su voluntad —. Recuperaré a nuestro hijo. Te lo prometo.
El tiempo cambió de velocidad y comenzó a pasar
tan deprisa que a Lizar le mareaba. Lo intentó todo para devolver el cielo a su
estado natural, con las estrellas luciendo en lo alto. Consultó a los magos de
la corte, a los astrónomos, a las hechiceras… Incluso arriesgó su vida
visitando en persona a Bihox, la bruja oscura del bosque pantanoso. Ella fue la
única que le dio una respuesta. Le dijo:
—Debes dejar de ser rey y empezar a ser labrador.
Lizar no entendía qué había querido decir la
bruja. Parecía un acertijo. Comenzó a pasar los días intentando descifrarlo y
las noches en vela mirando al cielo vacío, tan solo cubierto por algunas nubes
y con la única luz de la solitaria luna mitigando las sombras.
Una pesadilla, extraña y macabra se inmiscuyó en
sus sueños: Se abría las venas y de su sangre brotaban estrellas que volaban
hacia lo alto. Pero cuando despertaba únicamente recordaba vaguedades, como el
color rojo, o un vacío inmenso, por lo que comenzó a tener miedo de dormirse y
hacía lo imposible por mantenerse en vigilia. Aunque al final, siempre acababa
venciéndole el cansancio y el horror regresaba de nuevo.
Apenas faltaba un mes para el día señalado y no
había conseguido nada, ni siquiera una luz pequeñita. Desesperado, deambuló por
el castillo como un alma en pena y, de pronto, se encontró en los aposentos de
Adi. No había entrado allí desde hacía casi diez años. Descorrió las cortinas
con dibujos de animales que ocultaban los objetos pertenecientes al que había
sido su bebé. Allí estaba el cofre dorado, regalo de uno de los nobles de su
corte, no importaba quién. Lo abrió. La pulsera de plata y topacios, engarzada
por la magia de la Dama Aurea para el pequeño, refulgió en su interior.
Una aguda punzada le recorrió el pecho de parte a
parte.
—Me convertiré en labrador si es eso lo que
quieres —gritó mirando al techo.
Colgó la diminuta pulsera de la cadena regia que
llevaba al cuello y se dirigió a su estancia privada. Martino, su ayuda de
cámara, le esperaba diligente para ayudarle con la vestimenta de la cena. Haciendo
caso omiso a sus recomendaciones —ya tenía dispuestos dos trajes sobre el
lecho—, le tomó de los brazos y lo empujó hacia la salida.
—Quiero ver al jefe hortelano inmediatamente. Ah,
y dile que me traiga algo de ropa suya, de la que usa para trabajar el campo.
—Majestad… El jefe hortelano estará durmiendo. Es
tarde y vos deberíais…
El rey zanjó la discusión con una palmada seca en
la puerta maciza de su vestidor.
—¡Lo quiero aquí ya! —vociferó.
Cuando el jefe hortelano llegó, Lizar le arrebató de
un tirón la ropa que llevaba doblada entre las manos.
—¿Cómo se procede para sembrar semillas? —le
preguntó mientras se despojaba de sus lujosos ropajes y se vestía con el blusón
y las calzas del labrador. Ante el silencio del hombre, Lizar se impacientó
—Vamos, vamos, no tengo todo el día. Dime cuáles son los pasos de la siembra.
El jefe hortelano miró a Martino, el cual le hizo
un gesto afirmativo con la cabeza.
—Pues… Primero se abren surcos en la tierra con un
arado, luego se van echando las semillas separadas un trecho una de otra, y
después se tapan y se riegan —contestó el pobre hombre, dando vueltas entre las
manos a su ajada boina.
Una vez conseguida la indumentaria y la información,
Lizar despidió a los dos hombres y acto seguido se dirigió a la parte trasera
del jardín que rodeaba el palacio. Una vez allí eligió una zona libre de flores
y con una rama hizo un surco en la tierra.
En el cielo la luna llena le observaba. Una
pequeñísima luz azul titilaba a su lado.
—Amado hijo, dime qué he de hacer para recuperarte
—rogó —. No sé cómo se siembra, no dispongo de semillas de estrella…
«Mi corazón… Es una estrella…» Silbó el aire.
Lizar miró a su alrededor. No había nadie.
«Mi corazón… Es una estrella…»
Entonces lo entendió, vio lo que tenía que hacer
con una claridad absoluta.
El corazón de su hijo era una estrella azul, la
misma que brillaba en ese momento junto a la Diosa Ilargi. Adi y él compartían
la misma sangre. Por tanto, no era descabellado pensar que por sus venas corría
polvo de estrellas. Y si era así… Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro.
Corrió escaleras arriba, hacia sus aposentos.
Cogió a toda prisa su puñal corto, el que solía esconder en la bota, y regresó
al jardín. Una vez allí, se colocó delante del surco.
—Por favor, Diosa, por favor. Que funcione —pidió
con fervor.
Apoyó la punta del puñal en la yema del dedo
corazón de su mano izquierda y presionó. Una gota de sangre brotó de la herida
y Lizar se apresuró a echarla en el surco. Lentamente, la gota resbaló de su
dedo y cayó en la tierra, que la absorbió al instante.
Al principio no pasó nada y el rey sintió una gran
decepción. Desesperanzado se dejó caer de rodillas en el borde de la hendidura,
la cabeza inerme entre sus fláccidos hombros.
«¿Qué hago ahora?» Se preguntó.
Ya estaba dispuesto a levantarse y ceder al
desánimo cuando un hilo de luz se elevó desde el lugar donde había caído su
sangre. Parecía una dúctil voluta de humo luminiscente que ascendía lentamente
formando anillos. Cuando llegó a cierta altura, la espiral salió catapultada y
un instante después en el cielo brilló una estrella. La primera de su
particular cosecha.
Lizar apretó su dedo y una nueva gota brotó y
humedeció la tierra. De nuevo surgió un rizo luminoso que se elevó mansamente y
al llegar a un punto determinado, como le había pasado a la otra, se disparó en
un velocísimo ascenso y se prendió en la bóveda en forma de estrella.
El monarca, ahora convertido en labrador, repitió
la operación tantas veces como pudo, hasta que dejó de salir sangre de su yema.
Así, aquella noche nacieron ocho nuevas estrellas.
Agotado, pero con renovada esperanza, Lizar se
retiró a descansar. Durmió el resto de la noche y todo el día siguiente y
cuando la luna volvió a salir, preparó un nuevo surco y sembró su sangre de
nuevo. Esta vez fueron doce las estrellas nacientes.
Por fin, llegó la fecha señalada, el décimo
cumpleaños de su hijo Adi. La noche anterior Lizar había conseguido colgar veinte
luces en la capa celeste. Confiaba plenamente en la palabra de la Diosa Ilargi,
por lo que se dispuso a esperar. Como no sabía la forma en que le devolvería al
niño, simplemente aguardó. Pero las horas pasaron y nada sucedió. Nadie llevó a
su hijo a palacio, no se produjo ningún milagro por el cual apareciese, con lo
cual en el pensamiento del rey comenzó a nacer la duda.
—No puedes desfallecer ahora —se dijo a sí mismo
en voz alta.
Así que siguió haciendo guardia.
Al fin sucedió. La campana de la torre comenzó su
repiqueteo de media noche. Cada golpe del badajo en el metal producía en Lizar
un temblor que recorría todo su cuerpo.
Quedaba una campanada. La última.
Y ya nada sería posible.
El tiempo se paró en el instante en que la
reverberación de esa campanada se apagaba. Y entonces, en el corredor se oyeron
los cascos de un caballo. Al cabo, atravesó los cortinajes y entró en la sala
del trono, que se iluminó al instante de pura luz de luna. Lizar se levantó del
trono como impelido por un resorte, la ansiedad pulsándole en las sienes.
—Dirdai… —balbuceó.
Un segundo jinete, al que no había visto,
descabalgó de detrás de Dirdai. Era un niño de ensortijados cabellos negros,
tez perlada y ojos azul celeste. Lizar se arrodilló y abrió los brazos de par
en par; el chiquillo se abalanzó y hundió la cara en el pecho del rey.
—Todo es ahora como debe ser —dijo Dirdai
conduciendo a su caballo hacia la salida de la estancia y desapareciendo al
punto.
Padre e hijo estuvieron fundidos en un abrazo
silencioso hasta el amanecer.
El rey Lizar nunca volvió a ceñirse la corona. A
partir de aquel día se dedicó a recorrer el reino en compañía de su hijo
ayudando a todo aquel que lo necesitase. Jamás olvidó, sin embargo, sembrar
cada noche una estrella. Allí donde estuvieran buscaba un bosque, un jardín o
una huerta y escarbaba un hoyo en el que depositaba una gota de su sangre, de
la cual, inmediatamente, surgía un hilo de luz que se elevaba hacia el cielo.
Hizo esto hasta el mismo día de su muerte.
Adi no lloró. Se tumbó al raso, bajo un cielo
iluminado por infinidad de estrellas, y disfrutó del espectáculo sabiendo que
todas esas luces eran obra de su padre.
El nombre del Rey Lizar se olvidó con el paso del
tiempo. Sin embargo, el recuerdo de su persona perduró en la memoria de los
hombres, para los que fue por siempre El
Sembrador de Estrellas.
Edurne
Maiona
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