BIBLIOTECA INFANTIL


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Gracias. Disfruta de la lectura.

LA MUÑECA DE CARTÓN 

Amaranta es una muñeca preciosa, con su melena oscura recogida en dos coletas que le caen por delante, sus ojos color chocolate grandes y brillantes, su pequeña boca y su sonrisa roja, su vestido blanco y salmón con ese lazo azul adornando su cintura... y sus diminutos pies, tan maravillosos con esas sandalitas blancas.... 
           Sí, Amaranta es una muñeca de cartón verdaderamente hermosa. 
       No es de extrañar que esté en su caja original. Los niños y niñas de la familia no se atreven a jugar con ella por miedo a estropearla. Solamente Nia, la más pequeña de las cinco hermanas, la saca de vez en cuando. Pero nada más la sienta en una sillita y le sirve una tacita de té. 
         Por todo eso, Amaranta es infeliz. Se siente muy desdichada. Añora la libertad sin haberla conocido nunca. Vive en una casa en la que todo es cuadriculado, todo está alineado. Las chicas juegan con muñecas, los chicos juegan con pistolas y soldados. Precisamente a uno de los soldados de plomo del hermano de Nia, le ha dado por montar guardia delante de la caja de Amaranta. Llega con su moto en cuanto despunta el sol y ahí se queda hasta bien entrada la noche. Y cuando Nia la lleva a la mesita de té y la sienta frente a su taza, el soldado de plomo ya está allí. 
        —Buenas tardes, señorita. Mi nombre es Edrick. Y usted se llama... —le dijo el soldado a Amaranta la primera vez que la vio fuera de su caja. 
        —No le voy a decir mi nombre, ni siquiera le conozco —contestó ella. 
        —¿Cómo que no me conoce, si acabo de presentarme? —la increpó él con tono arisco. 
        —Que sepa su nombre no quiere decir que le conozca —insistió Amaranta. 
        Lo cual no desalentó a Edrick para nada. 
       El soldado de plomo, desde esa primera vez, no ha dejado de solicitarle cada día que sea su novia. Amaranta, por su parte, siempre le contesta que no. 
      Tanta negativa está consiguiendo que Edrick esté empezando a perder la paciencia. Así que, una de esas mañanas que llega con su moto, le da un ultimátum: 
          —Amaranta, o te casas conmigo o hago una locura. 
          —¿Una locura? ¿Qué locura? —pregunta asustada Amaranta. 
          —Te echaré encima una jarra de agua. 
          —¿Una jarra de agua? 
         Amaranta no entiende. ¿Qué peligro tiene que la empapen de agua? ¿Qué coja un catarro acaso? Cruza los brazos y arruga el entrecejo, señal de que está enfadada. 
       —¡Escúcheme señor soldado de plomo! No voy a ser su novia nunca jamás de los jamases. 
           A Edrick empieza a temblarle la barbilla, se le abren mucho los ojos, la respiración se le hace más fuerte. Parece un toro enfurecido. Se sube en su moto, arranca y se va. 
         —¡Uf! ¡Qué pelma! —exclama Amaranta pensando que se lo ha quitado de encima. 
        Está equivocada, porque al poco, Edrick regresa, pero esta vez conduciendo un camión de bomberos. Se baja de un salto, coge la manguera y la enchufa contra Amaranta. El chorro sale con tanta fuerza que la tira al suelo. Su cara pierde poco a poco los colores, su forma de óvalo perfecto se redondea. Debajo del vestido, el cartón de su cuerpo se deshace. Toda ella se convierte en una bola de cartón y tela que es arrastrada por el agua hasta salir por la puerta, que está abierta en ese momento. Rueda hasta que una pared frena su viaje. 
         Durante varios días el sol seca la bola en que se ha convertido Amaranta, endureciendo el cartón. Es así como la encuentra Basoa, una niña a la que le gusta jugar en el frontón. 
          —¡Vaya! ¡Qué pasada! ¡Me encantas! —exclama —aunque... 
         Saca de su bolsillo un revoltijo de cosas. Entre ellas hay un montón de gomas de colores. Primero enrolla una, luego otra; así hasta que acaba enrollando todas alrededor de la esfera. Luego la lanza contra la pared. La bola bota y rebota a la perfección. 
          —Bueno, pues ya tengo pelota —dice Basoa hinchando el pecho de satisfacción. 
          El corazón de cartón de Amaranta palpita feliz debajo de las capas de gomas. No más ser una muñeca de adorno. No más aguantar a soldaditos de plomo. No más tés aburridos. No más vivir encerrada en una caja. 
         Por primera vez, Amaranta se siente viva. Y libre. 

Noviembre 2019 
Edurne Maiona




                                                                   ❂❂❂

Charla

Toc, toc, toc
llamó en el árbol
el pájaro carpintero.
Clinc, clinc, clinc
contestó el aguacero.
Potocloc, potocloc
y hiii, hiii, hiii
dijo el caballo.
Uh, uh, uh,
respondió el viento
(ululando).
Marigorri rozó con sus colores
el pétalo a las flores
y los rayos de mil soles
llenaron el día de dulzores.

Edurne Maiona



❂❂❂



Los colores del Arco Iris

El Arco Iris se estaba borrando en Han, el mundo de arriba, el que pertenece a los antepasados y los dioses. Ya faltaban dos colores, el Blanco, regidor de la ciencia, y el Amarillo, de la energía y la fuerza.
Opakay, sabio de Neol, el mundo visible, miraba hacia el cielo muy preocupado; el Violeta, expresión de la armonía comunitaria, estaba difuminándose delante de sus ojos. Sentía que se le acababa el tiempo, que debía actuar ya. Temía por su querida y hermosa tierra de fértiles valles e imponentes montañas;  los valores de sus nobles habitantes estaban íntimamente ligados a los siete colores que se extinguían y su fin podía ser inminente.
Se dirigió rápidamente al Ayllu, el círculo purificador reservado a los Venerables y a los iniciados, y entró. En el centro, una figura menuda de tez pálida y larga melena rojiza esperaba sentada con las piernas cruzadas y la cabeza baja; era casi una niña. Opakay murmuró un breve cántico con voz monocorde, vertió un líquido en una taza dorada y la dejó frente a ella. Al cabo de un rato, dijo:
          Ha llegado el momento, Quillama.
Ella miró al Venerable con sus ojos violetas, levantó el cuenco y bebió todo el brebaje.
Parecía dormir, la barbilla apoyada sobre el pecho y los brazos cayendo laxos a los lados; pero poco a poco sus rasgos cambiaron transformándose en los de un cóndor que desplegó las alas y elevó el vuelo.
Los neolís admiraron en silencio la majestuosa figura que surcaba el cielo, la observaron con profundo respeto durante un rato, hasta que de pronto, desapareció.
El cóndor había traspasado la fina línea que separa lo material de lo etéreo, sobre él se extendía un espacio de oscuridad casi total; era el reino de Apopai, señor de la no muerte, condenado a vagar eternamente entre los dos mundos sin poder entrar en ninguno. Egon, creador de todo el universo, le había expulsado de Han por haber querido usurpar su trono.
La presencia de un intruso del mundo visible le fue revelada al amo de las sombras y, contrariado, envió al huracán y a la cellisca  para que acabaran con él. Quillama sentía el dolor en el cuerpo del cóndor, notaba las gotas de agua, cortantes como afiladas cuchillas, las plumas arrancadas por el fuerte viento. Por un momento creyó que no tendría fuerzas para seguir, pensó que tal vez fuese mejor dejar de luchar; pero recordó que su gente y su mundo dependían de ella y arremetió contra la cortina de agua, la traspasó y penetró en la oscuridad, donde no había ni viento ni lluvia. El malvado señor montó en cólera al ver que sus elementos eran burlados, salió del interior de la oscuridad absoluta, donde moraba, dispuesto a destruir él mismo al extraño ser que se atrevía a desafiarle. Una sombra más densa y negra que las tinieblas de las que surgió, se perfiló frente a Quillama. Ante su presencia, el aire helado rugió de nuevo con más fuerza.  
         ¿Quién eres tú? Preguntó con su voz de trueno.
Soy Quillama, portadora del tornasol, y he de pasar la negrura para llegar al nacimiento del Arco Iris, en la cascada de Ostur.
Nunca pasarás al otro lado . Bramó Apopai.     
Un potentísimo rayo atravesó el cielo directamente hacia  Quillama, pero ésta estaba protegida por el espíritu del Gran Cóndor. El rayo, al rozar al pájaro, se descompuso en finísimos haces de luz que, al momento, se fundieron en una gran bola luminosa. Apopai retrocedió ante el fulgor, Quillama aprovechó la debilidad de su enemigo y se coló por la brecha abierta en el reino oscuro, perdiéndose de vista.
El grito lleno de ira de Apopai se escuchó en los tres mundos; no podía entrar en el círculo luminiscente, la entrometida se le había escapado.
La cascada de Ostur estaba en un gran valle de nimbos blancos, nadie podía decir dónde exactamente pues cambiaba de sitio según el humor de Nowet, su eterno guardián. Como era un ente inquieto, llevaba la cascada y los brotes de Arco Iris de aquí para allá, sin dejarlos nunca en un lugar concreto. Sólo el espíritu del Gran Cóndor que vivía dentro de Quillama era conocedor de cada lugar en cada momento, y fue él quien la guió.
El paisaje que encontró al otro lado era espléndido, los rayos del dios Lem inundaban el lecho de nubes creando un calidoscopio de contrastes. 
A Quillama le dio un vuelco el corazón al llegar a la cascada, los pocos colores que aún quedaban estaban tan desdibujados que apenas se distinguían entre la bruma que formaban las gotitas de suave pigmentación. Sólo ella, la de iris violáceos, podía devolver al Arco los siete tonos regidores de la vida, había nacido con ese único fin, aunque ella lo ignorara. Lo que sí sabía  era lo que debía hacer, (Opakay la había instruido bien) así que abrió las alas e inclinó la cabeza hacia atrás, su forma animal la abandonó y volvió a ser la delgada y hermosa joven neolí. Acto seguido se sumergió en la cortina de agua coloreada, se bañó bajo su chorro olvidándose del tiempo que transcurría. Se entregó, como estaba escrito, a Lem y a su sino.
Abajo, en el mundo visible, miles de almas esperaban conteniendo la respiración, suplicando a los dioses que ayudaran a su enviada. Pero el tiempo pasó y, como se mide de forma diferente en cada mundo, los neolís debieron volver a sus quehaceres cotidianos.
Transcurrieron muchos años sin noticias de Quillama, sin Arco Iris; sin regencia en las artes, las ciencias, la política y la sociedad, sus pueblos estaban sumidos en el caos y el desorden, y sus gentes en la degradación moral. Hasta que un día cayó un aguacero y a la par lució el sol y, junto a ellos los siete colores descendieron desde el cielo cubriendo todo Neol. Con el Gran Arco Iris, los neolís recuperaron la paz y el orden natural de las cosas regresó a sus vidas. Quillama nunca volvió.
         Pero desde ese día un hermoso cóndor acompaña siempre al Arco Iris, y Opakay se inclina ante su majestuoso vuelo.



Del libro Cuentos de Luz. 
Premiado y editado en antología por Editorial Hijos del Hule (Barcelona) en 2010

Edurne Maiona



© Reservados todos los derechos. 
Inscrito en el Registro de la Propiedad de Gasteiz.
Prohibido hacer copias, de parte ni de la totalidad del texto,
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Bebé

Una mariposa  
que era muy curiosa
quería saber
cuándo ibas a nacer;
preguntó a la araña
que tejiendo estaba
con hilo de seda
su dorada tela;
le pregunta al sol
que mira a la flor;
mientras que la luna
cada anochecer
prepara tu cuna.  

Del poemario infantil "Princesita Pitiminí".






❂❂❂

EL CAZADOR
Era la primera cacería de Kibo, el león más joven de la manada. Otros cuatro leones, tan inexpertos como él, acechaban a una cría de impala que se había quedado rezagada.
Kibo caminaba sigiloso, rodeando al animal indefenso.
Le habría gustado rugir, pero sabía que si lo hacía espantaría a su presa. Atardecía en las praderas de Okavanga y el suave viento se llevaba lejos el olor de los leones. El pequeño impala no sospechaba que estaba a punto de morir, de ser cazado.
Kibo comenzó a correr. El impala notó el movimiento y levantó el hocico olisqueando el aire. Demasiado tarde, las garras de Kibo se clavaron en el muslo trasero del animal. La cría chilló llamando a su madre. Los demás leones se lanzaron sobre las patas, mordiendo y arañando la carne. Kibo dio un potente y elegante salto, se subió a lomos de la cría y hundió los colmillos en el cuello. El animalillo cayó herido de muerte y Kibo volvió al suelo.
Rugió. Se acercó a su presa. Su primera presa. La había abatido de forma impecable. Una caza sin contratiempos, elegante y perfecta. Entonces los ojos de Kibo se cruzaron con los del impala. Dentro de aquélla mirada moribunda vio el cazador una pregunta: “¿Por qué me has matado?” No había reproche, únicamente perplejidad y el asomo de la agonía. El león apartó la vista, no podía soportar tanto sufrimiento. En ese momento se prometió a sí mismo que jamás volvería a ver una mirada semejante. No quería ser el causante de tanto dolor.
Kibo no volvió a cazar nunca más. En consecuencia, se volvió vegetariano.

Edurne Maiona


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El sembrador de estrellas


En un tiempo lejano, olvidado de la memoria de los hombres, las estrellas se apagaron por causa de la codicia del Rey Lizar que quiso poseerlas y las encerró.
Sin un cosmos donde expandirse, sin aire que alimentara su fuego, sin miradas humanas de admiración y amor, la tristeza anidó en el ánimo de las estrellas y murieron. Poco a poco, una a una, fueron apagándose. Con ellas también se extinguió la vida del hijo de Lizar, Adi, el recién nacido cuyo corazón era una estrella azul.  
Con la falta de su pequeño la existencia de Lizar se quedó vacía. No dormía, no comía, se pasaba las horas en un llanto mudo y solitario. El dolor le atenazaba el pecho hasta impedirle respirar, la pena era tan grande que se esparció por cada rincón de su reino y sus pobladores comenzaron a caminar taciturnos, a vivir con un velo de desesperanza.
Hasta que el rey pasó de la pena a la rabia y de la rabia a la indiferencia. Toda aquella persona que le conoció después de la tragedia aseguraba que tenía las entrañas duras como el acero, que era incapaz de sentir emociones.
            —¿Qué ha sido de tus sentimientos? —le preguntó un día su esposa Ega, dolida ante la frialdad que le demostraba.
—Estoy mejor sin ellos —fue la respuesta.
El tiempo pasó, lento pero inexorable, con la aflicción siguiéndole como una sombra allá dónde fuese. Un día se fue sumando a otro hasta transformarse en meses y los meses en años.
Una noche llegó al país un jinete encapuchado. Atravesó el portón enrejado de la muralla justo antes de que los guardias lo cerraran. Las gentes le miraban asombradas, pues por dónde pasaba le seguía una estela de luz que parecía emanar de su propio cuerpo. Subió la empinada cuesta que llevaba al palacio real y pidió ser recibido por el monarca.
—¿Quién eres? —preguntó Lizar con malos modos cuando lo tuvo delante.
Ese día su hijo hubiera cumplido nueve años.
El visitante se destapó la cabeza y dejó ver un rostro de líneas suaves y armoniosas, con una piel de un blanco purísimo de la cual brotaba un aura refulgente.
—Soy Dirdai, uno de los cien mil rayos de la Diosa Ilargi —contestó con voz melodiosa.
Al momento, el rey sintió que su desaliento disminuía y una suave paz comenzaba a calar en su ánimo.
—¿Y qué haces aquí? —preguntó, esta vez más amablemente.
—Traigo un mensaje de mi Señora. Tu hijo Adi está con ella.
A Lizar se le escapó un hondo suspiro, casi un quejido.
—Mi hijo está muerto —respondió apesadumbrado.
—No. Está con Ilargi. Te lo devolverá en su décimo cumpleaños.
—¡Por el amor de...!
Lizar no pudo seguir hablando. Trastabilló hasta su trono y a duras penas consiguió sentarse.
—Aunque hay una condición —continuó Dirdai. Esperó a que el rey se serenase —. Ya que tú eres el responsable de la extinción de las estrellas, deberás sembrar de nuevo el cielo. Has de comprender que la luna no puede vivir sola, sin sus hijas. Al igual que tú, que mueres en vida sin la presencia de tu infante.
El rey estaba atónito. ¡Sembrar estrellas! ¿Cómo iba a hacer semejante cosa?
—Dispones de un año. Si el cielo no se llena de luminarias antes del próximo veintiuno de marzo, Adi se quedará para siempre con mi Señora.
Dirdai, el rayo de luna, se puso la capucha, dio media vuelta y se dirigió hacia los pesados cortinajes de terciopelo que daban entrada al gran salón del trono. Antes de salir, volvió la cabeza.
—La cuenta atrás comienza en este instante —dijo. Y desapareció tras el drapeado de las telas.
Lizar se quedó solo y atormentado. Se quitó la corona que ceñía su frente y la lanzó lejos. Luego se mesó el pelo con nerviosismo.
—Es imposible… Imposible… —repetía sin parar.
Fue a los aposentos de su esposa, que languidecía en su cama desde hacía años y, apoyando la cabeza en su regazo, lloró amargamente por primera vez desde que desapareciera su amado hijo. Ega, con la poca fuerza que le quedaba, le acarició el pelo y susurró en un hilo de voz:
—Sé fuerte.
Ya no pudo decir más. La mano que acariciaba la cabeza de Lizar cayó inerte a un costado y sus ojos se cerraron suavemente.
—Perdóname esposa mía, perdóname —gimió Lizar apretando las manos de su compañera. Luego le besó los párpados y los labios con dulzura. El amor que aún sentía por ella renació en su interior fortaleciendo su voluntad —. Recuperaré a nuestro hijo. Te lo prometo.
El tiempo cambió de velocidad y comenzó a pasar tan deprisa que a Lizar le mareaba. Lo intentó todo para devolver el cielo a su estado natural, con las estrellas luciendo en lo alto. Consultó a los magos de la corte, a los astrónomos, a las hechiceras… Incluso arriesgó su vida visitando en persona a Bihox, la bruja oscura del bosque pantanoso. Ella fue la única que le dio una respuesta. Le dijo:
—Debes dejar de ser rey y empezar a ser labrador.
Lizar no entendía qué había querido decir la bruja. Parecía un acertijo. Comenzó a pasar los días intentando descifrarlo y las noches en vela mirando al cielo vacío, tan solo cubierto por algunas nubes y con la única luz de la solitaria luna mitigando las sombras.
Una pesadilla, extraña y macabra se inmiscuyó en sus sueños: Se abría las venas y de su sangre brotaban estrellas que volaban hacia lo alto. Pero cuando despertaba únicamente recordaba vaguedades, como el color rojo, o un vacío inmenso, por lo que comenzó a tener miedo de dormirse y hacía lo imposible por mantenerse en vigilia. Aunque al final, siempre acababa venciéndole el cansancio y el horror regresaba de nuevo.
Apenas faltaba un mes para el día señalado y no había conseguido nada, ni siquiera una luz pequeñita. Desesperado, deambuló por el castillo como un alma en pena y, de pronto, se encontró en los aposentos de Adi. No había entrado allí desde hacía casi diez años. Descorrió las cortinas con dibujos de animales que ocultaban los objetos pertenecientes al que había sido su bebé. Allí estaba el cofre dorado, regalo de uno de los nobles de su corte, no importaba quién. Lo abrió. La pulsera de plata y topacios, engarzada por la magia de la Dama Aurea para el pequeño, refulgió en su interior.
Una aguda punzada le recorrió el pecho de parte a parte.
—Me convertiré en labrador si es eso lo que quieres —gritó mirando al techo.
Colgó la diminuta pulsera de la cadena regia que llevaba al cuello y se dirigió a su estancia privada. Martino, su ayuda de cámara, le esperaba diligente para ayudarle con la vestimenta de la cena. Haciendo caso omiso a sus recomendaciones —ya tenía dispuestos dos trajes sobre el lecho—, le tomó de los brazos y lo empujó hacia la salida.
—Quiero ver al jefe hortelano inmediatamente. Ah, y dile que me traiga algo de ropa suya, de la que usa para trabajar el campo.
—Majestad… El jefe hortelano estará durmiendo. Es tarde y vos deberíais… 
El rey zanjó la discusión con una palmada seca en la puerta maciza de su vestidor.
—¡Lo quiero aquí ya! —vociferó.
Cuando el jefe hortelano llegó, Lizar le arrebató de un tirón la ropa que llevaba doblada entre las manos.
—¿Cómo se procede para sembrar semillas? —le preguntó mientras se despojaba de sus lujosos ropajes y se vestía con el blusón y las calzas del labrador. Ante el silencio del hombre, Lizar se impacientó —Vamos, vamos, no tengo todo el día. Dime cuáles son los pasos de la siembra.
El jefe hortelano miró a Martino, el cual le hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Pues… Primero se abren surcos en la tierra con un arado, luego se van echando las semillas separadas un trecho una de otra, y después se tapan y se riegan —contestó el pobre hombre, dando vueltas entre las manos a su ajada boina.
Una vez conseguida la indumentaria y la información, Lizar despidió a los dos hombres y acto seguido se dirigió a la parte trasera del jardín que rodeaba el palacio. Una vez allí eligió una zona libre de flores y con una rama hizo un surco en la tierra.
En el cielo la luna llena le observaba. Una pequeñísima luz azul titilaba a su lado.
—Amado hijo, dime qué he de hacer para recuperarte —rogó —. No sé cómo se siembra, no dispongo de semillas de estrella…
«Mi corazón… Es una estrella…» Silbó el aire.
Lizar miró a su alrededor. No había nadie.
«Mi corazón… Es una estrella…»
Entonces lo entendió, vio lo que tenía que hacer con una claridad absoluta.
El corazón de su hijo era una estrella azul, la misma que brillaba en ese momento junto a la Diosa Ilargi. Adi y él compartían la misma sangre. Por tanto, no era descabellado pensar que por sus venas corría polvo de estrellas. Y si era así… Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro.
Corrió escaleras arriba, hacia sus aposentos. Cogió a toda prisa su puñal corto, el que solía esconder en la bota, y regresó al jardín. Una vez allí, se colocó delante del surco.
—Por favor, Diosa, por favor. Que funcione —pidió con fervor.
Apoyó la punta del puñal en la yema del dedo corazón de su mano izquierda y presionó. Una gota de sangre brotó de la herida y Lizar se apresuró a echarla en el surco. Lentamente, la gota resbaló de su dedo y cayó en la tierra, que la absorbió al instante.
Al principio no pasó nada y el rey sintió una gran decepción. Desesperanzado se dejó caer de rodillas en el borde de la hendidura, la cabeza inerme entre sus fláccidos hombros.
«¿Qué hago ahora?» Se preguntó.
Ya estaba dispuesto a levantarse y ceder al desánimo cuando un hilo de luz se elevó desde el lugar donde había caído su sangre. Parecía una dúctil voluta de humo luminiscente que ascendía lentamente formando anillos. Cuando llegó a cierta altura, la espiral salió catapultada y un instante después en el cielo brilló una estrella. La primera de su particular cosecha.
Lizar apretó su dedo y una nueva gota brotó y humedeció la tierra. De nuevo surgió un rizo luminoso que se elevó mansamente y al llegar a un punto determinado, como le había pasado a la otra, se disparó en un velocísimo ascenso y se prendió en la bóveda en forma de estrella.
El monarca, ahora convertido en labrador, repitió la operación tantas veces como pudo, hasta que dejó de salir sangre de su yema. Así, aquella noche nacieron ocho nuevas estrellas.
Agotado, pero con renovada esperanza, Lizar se retiró a descansar. Durmió el resto de la noche y todo el día siguiente y cuando la luna volvió a salir, preparó un nuevo surco y sembró su sangre de nuevo. Esta vez fueron doce las estrellas nacientes.
Por fin, llegó la fecha señalada, el décimo cumpleaños de su hijo Adi. La noche anterior Lizar había conseguido colgar veinte luces en la capa celeste. Confiaba plenamente en la palabra de la Diosa Ilargi, por lo que se dispuso a esperar. Como no sabía la forma en que le devolvería al niño, simplemente aguardó. Pero las horas pasaron y nada sucedió. Nadie llevó a su hijo a palacio, no se produjo ningún milagro por el cual apareciese, con lo cual en el pensamiento del rey comenzó a nacer la duda.
—No puedes desfallecer ahora —se dijo a sí mismo en voz alta.
Así que siguió haciendo guardia.
Al fin sucedió. La campana de la torre comenzó su repiqueteo de media noche. Cada golpe del badajo en el metal producía en Lizar un temblor que recorría todo su cuerpo.
Quedaba una campanada. La última.
Y ya nada sería posible.  
El tiempo se paró en el instante en que la reverberación de esa campanada se apagaba. Y entonces, en el corredor se oyeron los cascos de un caballo. Al cabo, atravesó los cortinajes y entró en la sala del trono, que se iluminó al instante de pura luz de luna. Lizar se levantó del trono como impelido por un resorte, la ansiedad pulsándole en las sienes.
—Dirdai… —balbuceó.
Un segundo jinete, al que no había visto, descabalgó de detrás de Dirdai. Era un niño de ensortijados cabellos negros, tez perlada y ojos azul celeste. Lizar se arrodilló y abrió los brazos de par en par; el chiquillo se abalanzó y hundió la cara en el pecho del rey.
—Todo es ahora como debe ser —dijo Dirdai conduciendo a su caballo hacia la salida de la estancia y desapareciendo al punto.
Padre e hijo estuvieron fundidos en un abrazo silencioso hasta el amanecer.
El rey Lizar nunca volvió a ceñirse la corona. A partir de aquel día se dedicó a recorrer el reino en compañía de su hijo ayudando a todo aquel que lo necesitase. Jamás olvidó, sin embargo, sembrar cada noche una estrella. Allí donde estuvieran buscaba un bosque, un jardín o una huerta y escarbaba un hoyo en el que depositaba una gota de su sangre, de la cual, inmediatamente, surgía un hilo de luz que se elevaba hacia el cielo.
Hizo esto hasta el mismo día de su muerte.
Adi no lloró. Se tumbó al raso, bajo un cielo iluminado por infinidad de estrellas, y disfrutó del espectáculo sabiendo que todas esas luces eran obra de su padre.
El nombre del Rey Lizar se olvidó con el paso del tiempo. Sin embargo, el recuerdo de su persona perduró en la memoria de los hombres, para los que fue por siempre El Sembrador de Estrellas.

 Edurne Maiona



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